[Luis Asenjo] El cementerio de las promesas rotas
En la periferia de la ciudad, donde los ruidos de la maquinaria y el bullicio del mercado apenas alcanzan como un murmullo lejano, se encuentra el cementerio. No es un lugar de descanso, sino un osario de sueños rotos, un campo de huesos de generaciones traicionadas por la mano espectral del capital. Los mausoleos llevan inscripciones que susurran la historia de ideologías abandonadas: “Libertad” grabada junto a un puño cerrado; “Revolución” con letras que se desvanecen como la fe de quienes las tallaron.
El aire es espeso, cargado de una niebla que se mueve con voluntad propia, acariciando las lápidas como un amante melancólico. A la luz mortecina de la luna, las sombras se alargan y se retuercen, tomando formas que parecen danzar en un rito nocturno. Este no es un cementerio ordinario: es el terreno de la historia no contada, el espacio donde las ideas y los movimientos que una vez ardieron con pasión se redujeron a cenizas por la fría lógica de la acumulación.
Las estatuas de mármol, guardianas de piedra de antiguos mártires y líderes obreros, parecen cobrar vida en la penumbra. Sus ojos huecos observan con una mezcla de reproche y esperanza, como si esperaran un despertar. Las lápidas cuentan historias de sacrificio, de huelgas aplastadas y revoluciones cooptadas por las manos invisibles del mercado. Aquí yace la Comuna, allá los mártires de Chicago, y más allá, sin nombre ni epitafio, los miles que desaparecieron en el silencio, atrapados entre los engranajes de la historia.
De entre las sombras, una figura encapuchada emerge, portando un farol cuya luz vacilante revela una procesión de almas espectrales. Son los fantasmas de la clase trabajadora, espectros de aquellos que nunca pudieron descansar. Sus pasos arrastrados resuenan con un sonido hueco, mientras entonan un lamento bajo y lastimero, una elegía que recorre el aire helado: “Lo que fue prometido, nunca cumplido. Lo que fue luchado, arrebatado por la traición del dinero.”
Sin embargo, en el centro del cementerio, en un círculo rodeado por estatuas de ángeles caídos, yace una tumba sin nombre, cubierta de hierba y musgo. De ella brota un tallo espinoso que, contra toda lógica, florece con una rosa negra. Es un recordatorio silencioso de que, aunque el capital entierra, no puede sofocar del todo el impulso hacia la justicia. La semilla de la resistencia sigue viva, latente, en cada rayo de luna que toca la piedra fría, en cada voz espectral que no se rinde al silencio.
De pronto, un viento helado arrasa el cementerio, y las almas espectrales se detienen, girando sus miradas vacías hacia el horizonte, donde los rascacielos del capital se alzan como colosos indiferentes. Pero en esa pausa, en ese momento de quietud entre las sombras, se siente un pulso, un latido colectivo. La tierra tiembla, y las estatuas parecen inclinarse hacia adelante, como esperando un estallido, un regreso.
El cementerio es más que un lugar de descanso: es un santuario de promesas rotas, pero también una advertencia y un juramento. Bajo la luna gótica, la historia aún no ha terminado, y los espectros murmuran entre sí con un único deseo: un despertar que sacuda la fría lápida del capital y haga resonar la tierra con un grito de vida y rebelión.
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