[Luis Asenjo] El canto de las fábricas vacías: elegías de la prole fantasma
Los muros de ladrillo ennegrecido, herederos de un pasado industrial, aún se erigen como vestigios de un tiempo que se niega a descansar. Las fábricas abandonadas respiran con un susurro, un eco de engranajes que nunca cesaron, que en la noche murmuran historias de obreros que dejaron de existir pero nunca dejaron de trabajar. La ciudad moderna, con su fachada de vidrio y acero, es un mausoleo de lo no-muerto, donde el capital recorre sus venas como una hemorragia interminable, impulsada por la pulsión de una vida vampírica.
Las calles, bajo las luces de neón, reflejan un mar de sombras en movimiento: cuerpos que, en su frenética danza, no son más que figuras espectrales. El proletariado se ha convertido en un ejército de fantasmas, condenados a una vigilia eterna, sirviendo a un sistema que se alimenta de su tiempo y su voluntad. Ya no existen cadenas visibles, pero los grilletes de la deuda, la precariedad y la promesa rota del progreso siguen apretando con una fuerza inexorable.
En esta urbe gótica, el capital es el Lich supremo, un señor de la necromancia que reanima los despojos del trabajo muerto y los obliga a servir a su voluntad. Bajo su mandato, los rascacielos emergen como catedrales profanas, templos donde se adora a la divinidad del mercado, y cuyas torres proyectan sombras que cubren las barriadas y los suburbios en una penumbra perpetua.
El pasado y el presente se entrelazan en una danza macabra. Los vestigios del movimiento obrero se manifiestan como espectros furiosos, marchas de siluetas esqueléticas cuyas consignas se han transformado en lamentos. Escúchalos: "¡Trabajo no muerto, su vida por nuestra muerte!". Las viejas canciones, antes himnos de esperanza, ahora suenan como cánticos de un funeral colectivo, una misa negra dedicada a la historia no contada de los derrotados.
Pero hay más que luto en este paisaje. En los pasadizos ocultos, en las grietas que escapan de la mirada vigilante del Lich-capital, algo se está gestando. La chispa de la insurrección se enciende en los susurros de la subterránea resistencia. Los poetas del mañana, con su pluma bañada en hollín y sangre, inscriben sus versos en los muros con una promesa de redención. “El fin del capital será su misma eternidad,” se lee en una inscripción que brilla débilmente en la luz moribunda de la madrugada.
El marxismo gótico nos enseña que el capital no es solo un sistema económico, sino una entidad espectral que devora y revive a los muertos para seguir existiendo. Pero donde hay muerte, hay también la posibilidad de un exorcismo, de la purga de sus espectros, de la resurrección de la lucha. Y en esa lucha, los fantasmas que han sido condenados a deambular sin fin encontrarán su liberación, y las fábricas, una vez más, escucharán no el canto de los engranajes, sino la sinfonía de la vida.
Comentarios
Publicar un comentario