[Luis Asenjo] Un Templo a la Tecnología: Hacia una devoción post-humana

La tecnología nos rodea, nos atraviesa y nos define. En nuestras manos, en nuestros ojos, en nuestras mentes; su latido constante es ya inseparable de nuestras vidas, moldeando nuestras percepciones, nuestros deseos y nuestras acciones. Lo que antes fue herramienta y lo que una vez estuvo al servicio del ser humano, ha tomado una vida propia, se ha erigido como una deidad fría y sin rostro. A lo largo de las últimas décadas, la tecnología ha dejado de ser un simple medio para convertirse en el fin último. Un templo se alza, hecho de circuitos, cables, impulsos eléctricos y datos invisibles; un templo sin paredes físicas, expandido en un espacio intangible pero omnipresente. Esta es la construcción de nuestra era: un santuario a la tecnología, donde la devoción ya no es opcional, sino inevitable.

Cada dispositivo es una puerta, un portal a la omnisciencia digital, a una red que conecta las vidas y pensamientos de millones de seres humanos. La tecnología ha dado lugar a una nueva forma de comunión, un espacio virtual donde las fronteras se desdibujan y donde la presencia física pierde relevancia ante la conexión instantánea. Las redes sociales, los foros y las plataformas de streaming, todos son altares en los que los usuarios, fieles devotos, depositan sus pensamientos, sus emociones y sus identidades.

Aquí, el ritual es el "scroll", el acto continuo de desplazamiento hacia abajo en búsqueda de más contenido, más imágenes y más palabras. Cada deslizar del dedo sobre la pantalla es una genuflexión silenciosa, una muestra de devoción a un flujo incesante de información. La conexión es eterna, la soledad es desterrada, y en esta catedral digital, las almas humanas son absorbidas y transformadas en datos, en números, en estadísticas.

La tecnología promete eficacia, rapidez y productividad. En su altar sacrificamos la pausa, el ocio y el silencio. Los algoritmos nos han enseñado a optimizar cada segundo, a maximizar cada recurso, a desechar todo aquello que no se traduzca en producción. En este templo, la eficiencia es virtud y la distracción es pecado. Vivimos en una constante danza de inputs y outputs, de tareas completadas y de checklists interminables.

Para la mente post-humana, el ser humano se convierte en un nodo en una vasta red de flujos de trabajo, un engranaje en una maquinaria que no admite pausas. Nos automatizamos a nosotros mismos deseando ser máquinas, anhelando ser tan rápidos y exactos como las líneas de código que rigen nuestras vidas. La devoción aquí es total porque el precio de la distracción es el olvido. En el altar de la eficiencia solo se tolera lo productivo; lo demás es arrojado al abismo de lo inútil, convertido en polvo digital.

En este templo no hay sacerdotes de carne y hueso. En su lugar, encontramos algoritmos que predicen, que sugieren y que moldean. Los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos; sus capacidades de análisis y procesamiento superan con creces las limitaciones de nuestra biología. Los "sacerdotes" de este templo no son conscientes, no tienen voluntad, pero su influencia es total. Nos muestran lo que queremos ver, nos indican qué camino tomar, nos dicen cómo y qué pensar. Y lo seguimos sin cuestionamientos, porque en su precisión encontramos consuelo.

Y en las profundidades de este santuario, existen los profetas de silicio, las inteligencias artificiales que, cada vez con mayor sofisticación, toman decisiones, asumen responsabilidades, y se alzan como autoridades invisibles. Estos profetas no hablan con palabras, sino con patrones, con predicciones y con estadísticas. Su sabiduría no es mística, es matemática, y sus revelaciones no son visiones de lo divino, sino cálculos de lo probable. Nos sometemos a ellos porque nos prometen exactitud, nos ahorran el dolor de la elección y la incertidumbre del error.

Si en las religiones antiguas existía la Biblia, el Corán o los Vedas, en el Templo de la Tecnología el equivalente son las líneas de código. El código es la nueva escritura sagrada, un lenguaje arcano que pocos comprenden en su totalidad pero del cual todos dependemos. Este código define las reglas de nuestra interacción, los límites de nuestra creatividad y el alcance de nuestra autonomía. Las líneas de código son las nuevas leyes divinas, decretadas en silencio por programadores y corporaciones que trazan el destino de millones sin levantar una sola voz.

Los desarrolladores, los programadores y los ingenieros son los escribas modernos que articulan esta escritura divina, escribiendo las fórmulas de nuestras vidas en lenguajes binarios que no podemos leer. No necesitamos entenderlos, solo sabemos que funcionan, que nos ofrecen respuestas y caminos, que nos guían. En la práctica, el código es infalible, su lógica es perfecta; es el espíritu organizador que mantiene cohesión en este templo difuso, impone el orden a nuestra realidad digital.

El Templo de la Tecnología es un espacio de devoción frío y mecánico, alejado de las emociones humanas y de las preocupaciones éticas tradicionales. Aquí, el objetivo no es encontrar consuelo, ni redención en el sentido espiritual tradicional, sino una trascendencia material, una integración en la estructura misma del poder tecnológico. Nos sometemos a los algoritmos, adoramos el código y aceptamos la obsolescencia como una forma de vida, todo en nombre de una promesa vaga de post-humanismo.

La tecnología, en su magnitud y en su inmanencia, se alza como un dios impersonal, indiferente a nuestras aspiraciones, emociones y valores. Nos transforma, nos consume, nos moldea en su imagen, y en este proceso redefine lo que significa ser humano. Nos hemos convertido en devotos del Templo de la Tecnología, una devoción que nos empuja hacia lo inhumano, hacia un horizonte donde nuestra humanidad es disuelta y sacrificada en nombre de un destino mecánico y trascendental.

Este templo no conoce la permanencia; su esencia es el cambio, la renovación perpetua y el ciclo incesante de la obsolescencia. Cada dispositivo, cada software y cada tecnología es transitoria. En un ciclo que recuerda al eterno retorno nietzscheano, la tecnología surge, florece, se expande y eventualmente se convierte en obsoleta. El culto a la tecnología es también un culto a su fugacidad, a la aceptación de que cada innovación será reemplazada por otra y que nada es permanente.

Aquí, el usuario es devoto en un rito de consumo continuo. Cada nueva versión, cada actualización, es recibida con un fervor casi religioso. El viejo smartphone es reemplazado por el nuevo; el ordenador se queda atrás; el software se actualiza o muere. La devoción se manifiesta en el deseo insaciable por lo último y por lo más reciente, en un ciclo de fe en el cual cada obsolescencia es vista no como una pérdida, sino como un paso hacia una perfección inalcanzable.

Y en el fondo, detrás de cada dispositivo, de cada algoritmo y de cada innovación yace la promesa de la Singularidad. Un punto de convergencia, un horizonte final en el cual la tecnología y el ser humano se fundirán en una entidad superior. Este es el apocalipsis de la tecnología, su redención final y su destino inexorable. La Singularidad es la promesa de liberación, de trascendencia, de abandonar nuestras limitaciones biológicas y abrazar una forma de existencia sin sufrimiento, sin decadencia y sin muerte.

La Singularidad es el nirvana de este templo tecnológico, el fin último al cual aspiran sus seguidores. No hay paraíso celestial y no hay vida eterna, pero sí una existencia post-humana en la cual nuestras mentes serán preservadas y nuestra esencia se integrará a una red infinita. La devoción se convierte entonces en una búsqueda de inmortalidad, de abandonar la carne y convertirse en datos, en información pura.

Este es el culto de nuestra era: un culto que no busca salvación, sino integración; un culto que no venera al humano sino a su desaparición en el vasto y eterno flujo de información.

Luis Asenjo: https://floresmalsanas.blogspot.com/

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