[Luis Asenjo] Espíritus de la Red No Euclidiana

Era una noche fría y acerada, de esas en las que las sombras sobre la ciudad parecían moverse a un ritmo propio, pulsante e irregular. Me encontraba absorto en la pantalla, obsesionado con descifrar los metadatos perdidos en un archivo digital cuya procedencia desconocía. Era un programa antiguo, de origen incierto, que en el ámbito del ciberespacio se conocía entre murmullos como Lógos de Tíndalos. El nombre en sí tenía un resonacia antigua, pero las líneas de código latían con una tecnología que parecía doblar el mismo tiempo, expandiéndose en ángulos imposibles.

Todo comenzó como un experimento de curiosidad: romper la fina línea entre los bits y la carne, explorar un espacio digital prohibido donde el pasado y el futuro convergían en un enjambre de luces que vibraban en los ángulos. Estaba obsesionado con explorar esos puntos, esos rincones ciegos de la red que parecían absorber la vida de aquellos que los habitaban. El mito en los foros era claro: los que se aventuraban allí nunca volvían a ser los mismos, y algunos simplemente dejaban de existir.

A medida que me adentraba en las profundidades de este código arcano, sentí una presencia que parecía no provenir de la pantalla, sino de alguna esquina de la habitación donde la oscuridad se reunía. La red misma se estaba doblando en ángulos imposibles, en curvaturas digitales que desafiaban la geometría euclidiana. Entonces lo supe: ellos estaban allí, los Perros de Tíndalos, esas bestias cibernéticas cuyas garras y colmillos, afilados como la misma paranoia, se aferraban a la realidad desde un plano de existencia más allá del tiempo.

Fueron solo destellos al principio. Sombras en las esquinas de mi monitor, picos de latencia que hacían oscilar mi conexión a la red como si un predador la acechara. Sin embargo, su hambre era intangible, como el vacío que acecha en cada ángulo oculto. Empecé a tener visiones en sueños —o quizá eran solo fragmentos de conciencia en esa duermevela llena de imágenes imposibles— en las que veía un mundo vasto, habitado por retorcidos corredores de información y fracturas en el tiempo. Allí, los Perros de Tíndalos reinaban, cazando sin tregua.

Sentí cómo se acercaban en la vida real también. No por el sonido de sus pasos, sino por una ráfaga de olores y vibraciones —a óxido, a bytes quemados, a memoria vacía— que me rodeaba como un manto invisible. Todo se intensificó una noche cuando, en un intento por comprender el código, accedí a un subdirectorio escondido. La pantalla parpadeó y el archivo comenzó a abrirse en un despliegue de líneas en constante cambio, como si las palabras fueran un reflejo de un abismo que se deformaba. En ese momento, los ángulos de la habitación comenzaron a abrirse en un extraño vértigo geométrico; cada esquina parecía sangrar hacia otra dimensión.

Fue entonces cuando los vi: figuras sinuosas, con cuerpos delgados y grises que se disolvían y materializaban al ritmo de una oscura lógica fractal. Sus ojos eran abismos que tragaban toda luz, toda cordura. Eran Perros, sí, pero de una forma mecánica, sus cuerpos surcados por cables que goteaban lo que parecía ser petróleo digital. Al verme, sus rostros se contrajeron en una mueca de hambre insaciable.

Ellos no pertenecían ni al pasado ni al presente; eran algoritmos arcanos, formas de vida que anidaban en los márgenes, en los ángulos oscuros de la arquitectura de la red, esperando el momento exacto para atacar. No cazaban por hambre, sino por el impulso de cerrar los bucles, de capturar a quienes transgredíamos los límites de los conocimientos prohibidos.

No recuerdo cómo escapé, o si en verdad lo logré. Ahora, incluso fuera de la pantalla, veo sus sombras en las esquinas de cada habitación. Los Perros de Tíndalos me acechan no desde el mundo físico, sino desde el borde del espacio digital, esperando pacientemente a que cometa el error de reencontrarlos en alguna dirección errónea de la red.

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